
El debate que ha surgido recientemente sobre la publicación de un libro sobre el horrible caso de José Bretón (El odio, por Luisgé Martín). El libro está basado en diversa documentación y entrevistas con el asesino en el que parece que se entra en detalles muy escabrosos. La familia de las víctimas ha pedido que un juzgado prohiba la publicación del libro por la revictimización que supone. La solicitud ha sido rechazada en base a la libertad de expresión. Finalmente, ha sido la editorial la que ha decidido cancelar su venta.
Hoy he leído un interesante artículo sobre este asunto escrito por Paula Corroto en El Confidencial. En él la columnista reflexiona sobre el asunto, y traza un paralelismo con lo que ocurrió cuando Truman Capote publicó su famosa novela "A sangre fría". Explica que tuvo un rechazo similar al que ha tenido Luisgé Martín. La autora también recuerda una polémica similar que se produjo en Francia con un libro parecido titulado "El Adversario" escrito por Emmanuel Carrère y publicado en 2000.
En los tres casos se produjo la misma situación: un aluvión de críticas hacia los autores por mostrar simpatía hacia el asesino. Sin embargo, con el paso del tiempo se terminó reconociendo el valor literario de la obra de Capote, que se ha convertido en un clásico. Y esto nos lleva a reflexionar del por qué de esta movilización de sentimientos que se apaga en poco tiempo.
Todo esto me ha recordado un magnífico libro escrito por uno de los grandes autores de la Psiquiatría Forense, Robert I Simon, y que se titulaba "Bad Men Do What Good Men Dream" (1996), y que se podría traducir como "Los hombre malos hacen lo que fantasean (o sueñan) hacer los hombres buenos".

En su obra Simon se sumerge en los rincones más oscuros de la mente humana para analizar la delgada línea que separa a las personas “buenas” de las “malas”. Este libro no solo es una exploración de la conducta criminal y psicopatológica, sino también una reflexión profunda sobre la condición humana. El autor propone una tesis tan provocadora como inquietante: los actos más oscuros que horrorizan a la sociedad no son del todo ajenos a quienes se consideran personas “normales” o “buenas”; más bien, son expresiones extremas de impulsos que todos, en algún nivel, comparten.
El título del libro ya encapsula una idea clave: “Los hombres malos hacen lo que los hombres buenos solo sueñan”. Esta frase sugiere que los deseos violentos, transgresores o destructivos no son exclusivos de los criminales o psicópatas, sino que forman parte del inconsciente humano colectivo. La diferencia esencial, argumenta Simon, no está tanto en los impulsos que se tienen, sino en la capacidad de contenerlos, de no actuar sobre ellos. Así, el control, la moral y el contexto social son lo que evita que el “hombre bueno” cruce la frontera hacia el acto delictivo.
A lo largo del libro, Simon se apoya en su vasta experiencia clínica para presentar una serie de casos que ilustran distintas formas de conducta antisocial: violadores, acosadores, asesinos en serie, psicópatas, e incluso profesionales exitosos que llevan una doble vida. Cada caso es analizado desde una perspectiva psiquiátrica y social, pero también humana. El autor se cuida de no demonizar a sus sujetos de estudio, sino de comprenderlos, lo cual resulta aún más perturbador, ya que plantea la idea de que estos individuos, en muchos sentidos, son reflejos distorsionados de nosotros mismos.
El texto de Simon también es una crítica a cómo la sociedad maneja —o evita— la discusión sobre el mal. A menudo se patologiza el crimen como una anomalía individual, desconectada de su contexto. Simon, sin embargo, enfatiza que muchos factores sociales —la pobreza, el abuso infantil, la violencia estructural— juegan un papel fundamental en la formación del comportamiento antisocial. Esta mirada sistémica permite comprender el crimen no solo como resultado de una mente enferma, sino como síntoma de una sociedad que falla en muchas dimensiones.
El libro de Simon puede leerse como una indagación moderna en el concepto junguiano de la “sombra”: esa parte inconsciente de la personalidad que contiene los deseos, impulsos e ideas reprimidas. Simon, como psiquiatra forense, ha visto de cerca lo que sucede cuando la sombra se vuelve acto; cuando el deseo no se sublima ni se reprime, sino que irrumpe, a veces con violencia, en la realidad. Los asesinos, psicópatas, acosadores o violadores que estudia en sus casos clínicos no son criaturas mitológicas, sino seres humanos. Esta constatación, lejos de tranquilizar, inquieta aún más, pues sugiere que el monstruo no está fuera, sino dentro.
El abordaje de Simon se aleja del moralismo y se aproxima más bien a una comprensión trágica de la condición humana. Como en las tragedias griegas, el mal no es un atributo esencial de ciertos individuos, sino una posibilidad latente en todos, una parte de la naturaleza humana que, bajo determinadas circunstancias —trauma, abandono, abuso, marginación—, puede tomar el control. Así, su obra también se vuelve una crítica a las estructuras sociales que crean las condiciones para que el mal se manifieste: un sistema punitivo más interesado en castigar que en comprender, una cultura que glorifica la violencia y patologiza la diferencia.
La frase central del título sugiere también un cruce con la ética freudiana: no somos tan racionales como creemos. Nuestros sueños —y nuestros actos fallidos, nuestros síntomas, nuestras fantasías— revelan más de nuestra verdad que nuestra conducta consciente. En este sentido, los “hombres buenos” que sueñan con hacer lo que los “malos” hacen, no son moralmente superiores, sino simplemente más afortunados o más adaptados socialmente. La diferencia entre el bien y el mal, entonces, se vuelve una cuestión de grado, de oportunidad, de contexto… y de represión.
Desde esta perspectiva, el mal no aparece como una condición excepcional, sino como una posibilidad humana universal. La línea que separa al “hombre bueno” del criminal no es una frontera moral tajante, sino un umbral difuso donde el contexto, la historia personal, la represión psíquica y la estructura social pueden empujar al sujeto a cruzarlo. Esta idea tiene ecos potentes en la literatura, que desde siempre ha explorado esta ambivalencia con una profundidad que la psiquiatría moderna apenas empieza a integrar.
Uno de los paralelismos más evidentes es con El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, de Robert Louis Stevenson. En esta novela, Jekyll representa al hombre respetable, el científico ilustrado, mientras que Hyde encarna la parte oculta, impulsiva y destructiva del mismo individuo. Al igual que Simon, Stevenson muestra que el mal no proviene del exterior, sino de la escisión interna: la escisión entre el yo socialmente aceptado y el yo reprimido que, cuando se libera, se vuelve monstruoso. Simon analiza cómo muchas personas que aparentemente llevan vidas normales —médicos, abogados, padres de familia— pueden tener vidas ocultas marcadas por impulsos oscuros, actos criminales o fantasías destructivas. No son dos personas distintas, sino dos caras de la misma moneda.
Asimismo, en la obra de Dostoievski, especialmente en Crimen y castigo, encontramos otro eco profundo de la tesis de Simon. Raskólnikov, el joven estudiante que asesina a una vieja usurera, justifica su acto creyendo que pertenece a una categoría de hombres “superiores” que pueden transgredir las normas morales por el bien de la humanidad. Pero tras el crimen, se sumerge en una espiral de culpa, delirio y redención. Dostoievski entendía que el crimen no es simplemente una transgresión legal, sino una fractura en el alma. Simon parece coincidir: detrás del acto criminal suele haber un conflicto interno no resuelto, una historia de trauma, abandono o desbordamiento de impulsos. El criminal no siempre es un psicópata carente de empatía; muchas veces es alguien atrapado en una lógica interna que se volvió insostenible.
Desde un ángulo más filosófico, Simon se alinea con la célebre tesis de Hannah Arendt sobre la “banalidad del mal”, formulada a propósito del juicio a Adolf Eichmann. Arendt sostenía que el mal puede ser ejecutado no por monstruos, sino por personas comunes que simplemente “cumplen órdenes”, incapaces de pensar críticamente sobre sus actos. Simon, en muchos de sus casos clínicos, presenta a sujetos que no parecen tener un perfil maligno o monstruoso, pero cuyas decisiones —o falta de control sobre sus impulsos— los llevan a cometer actos atroces. Esta perspectiva elimina la comodidad de pensar el mal como algo “otro”, ajeno a nosotros. Al contrario, lo pone en el centro mismo de la experiencia humana.
En la narrativa borgiana también resuenan muchas de estas ideas. En cuentos como El espejo y la máscara o El otro, Borges plantea la inquietante posibilidad de que el yo no sea uno, sino múltiple, y que enfrentarse con uno mismo —con su reflejo oscuro— sea el acto más perturbador de todos. Simon invita a ese mismo encuentro: a mirar el espejo de nuestras fantasías, nuestros sueños, nuestros deseos reprimidos, y preguntarnos qué parte de nosotros podría hacer lo que tanto condenamos en otros.
Desde el psicoanálisis, este tipo de reflexión es inevitable. Freud ya advertía en El malestar en la cultura que la civilización se construye sobre la represión de los instintos. Pero esa represión no los elimina, solo los empuja al inconsciente, desde donde siguen ejerciendo su poder. Simon, desde su experiencia clínica, demuestra cómo lo reprimido retorna, a veces en forma de crimen, de conducta autodestructiva o de doble vida.
Pero el libro no es simplemente una declaración fatalista. Hay una ética implícita en la mirada de Simon: reconocer el mal en uno mismo no es rendirse a él, sino responsabilizarse. La única manera de evitar que la sombra tome el control es integrarla, conocerla, contenerla. Como dijera Jung, “uno no se ilumina imaginando figuras de luz, sino haciendo consciente la oscuridad”.